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ALEXANDER GOMEZ NARVAEZ

 

En la ciudad de Pereira el 27 de diciembre de 1981, literalmente vi la luz. Viví mi niñez en esta ciudad hasta que mis padres, cual tribu nómada, emprendieron el viaje a la ciudad de Cali. Estudié el ciclo complementario de pedagogía en la Escuela Normal Superior y caminé en busca de un arte donde pudiera resonar. Hice teatro de títeres; intenté estudiar arte dramático pero no fui admitido; probé con las artes visuales y me aburrió tanta especulación teórica.

 

Pero seguí la intuición de mi espíritu nómada, la atracción que ejercía sobre mí el lado luminoso y oscuro de la calle. Los gestos mínimos de la gente, las texturas, los evidentes contrastes  sociales de la ciudad,  la belleza de lo natural y el artificio de los paisajes urbanos. Empecé a amar lo efímero. Esos instantes que pasan por alto y sólo se vuelven eternos en la memoria. Sin saberlo, estaba recorriendo el camino de mi mayor pasión: la fotografía.

 

Recuerdo que en la academia de fotografía el maestro Mario Ponce de León nos propuso fotografiar el amor y planteó dos posibilidades. Una, crear la situación y tener el control de la foto; dos,  salir a la calle, observar activamente y cazar el amor. Yo opté por la segunda. Así fue como el beso furtivo de un par de ancianos se inmortalizó en un día nublado claro a una velocidad de 1/125seg en F11 con una Minolta X700 de rollo. Mi primera cámara réflex. Ser fotógrafo me ha posibilitado desempeñarme como docente, director de fotografía  y realizador en varios cortometrajes y documentales.  Permitiéndome, además, ser parte de  procesos comunitarios en el campo audiovisual  como Cine pal Barrio, Tikal Producciones y Tawa Estudios.

 

Con la fotografía observo lo que cuento y cuento lo que observo, como si la cámara fuera una extensión de mi cuerpo. En el prisma de mi mente se proyectan colores,  formas, texturas e instantes que al ser vistos a través de mi lente se eternizan como reflejos de mi propio ser. Cabe agregar que aunque me encanta verlo todo, me atraen los enigmas. Pues el compartir tradiciones y saberes con abuelos y abuelas indígenas también me ha enseñado a respetar el misterio de lo que a simple vista no se ve.

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